Los silencios

Lo supo antes de que el hombre que tenía enfrente, detrás de la barra de madera engrasada, hablara. Fue apenas un instante, una minúscula oscilación en el gesto del tabernero, pero bastó. Lo miró con la insistencia muda de quien reconoce algo perturbador sin saber por qué. Luis sintió cómo algo se deslizaba por dentro: no era miedo, era el conocimiento súbito y cruel de que todo había terminado. Lo invadió una lucidez glacial, de esas que sólo se revelan cuando la esperanza se vuela como un pájaro al atardecer. Sabiendo que no habrá otro día.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailEl posadero, que debía haber visto pasar mil rostros desfigurados por el viaje y el polvo, no se dejó engañar por los harapos. Esa cara. Esa nariz. Ese perfil que las monedas repetían en cada transacción. No hacía falta más. El disfraz, el carro desvencijado, los sombreros humildes, todo caía como una escenografía mal sostenida. Luis no hizo nada. Ni un gesto. Ni una súplica. Se quedó sentado, con las manos sobre las rodillas, sintiendo el peso de la derrota como si fuera física, como si se le hubiera sentado encima un animal oscuro. Una criatura abisal que apenas respira.
No dijo nada cuando llegaron los soldados. Miró a María Antonieta, que contuvo un suspiro o un sollozo. Los niños dormían. Había algo absurdo, casi obsceno, en esa escena: un rey en fuga atrapado en una posada rural, no por un ejército, sino por el ojo agudo de un hombre común. No era así como lo había imaginado. Si es que alguna vez se permitió imaginar su final.