Sendas, ramos y soledades

A propósito de Carlos Gardel, de cuya muerte se cumplen hoy 90 años, uno de los tangos que más me gustan y quizás sea uno de sus menos conocidos es “Senda Florida”, con letra de Eugenio Cárdenas.
Y asocio todo este asunto (Gardel, el tango, cierta nostalgia) a una escena que presencié hace algunos días.
Más que una escena, una presencia, que me llevó a concluir que ese hombre –el protagonista de la historia- se estaba escapando de un tango.
Nos encontramos en el mismo camino una de estas últimas tardecitas de frío. Él no corría ni mucho menos huía. Sin embargo, no todos los escapes tienen que ser vertiginosos.
Yo noté que llevaba algún apremio, a pesar del paso sereno de quien va con tiempo, del que no necesita apurarse. Ni mucho menos dejar huella en su presencia de los estragos del apuro como el peinado desacomodado, la agitación del paso rápido.
Había salido con el tiempo suficiente; pero quería llegar pronto. De tanto en tanto miraba su reloj. Y este solo detalle ya casi que lo definía: no buscó el celular en el bolsillo para ver la hora; simplemente estiró el brazo izquierdo y miró en su muñeca. Debajo del saco asomó el falso dorado de lo vistoso.
Estaba fresca la tardecita y los dos nos íbamos alejando del centro. Un par de cuadras antes de Del Valle yo debía doblar; él, seguramente habría de seguir derecho. Lo esperaba la loma de Villa Italia, el atardecer del barrio, los gritos de las madres llamando al piberío, los ensayos de ladridos nocturnos.
Seguramente lo esperaba una casa que imaginé preparada para la ocasión. Como él.
Tal vez ese hombre tenía mi edad. Pero mi edad en otra época. Como salido de los cincuenta o antes. Tal vez por eso lo imaginé escapando de un tango.
Llevaba un pantalón beige, de tela gruesa, que intentaba hacer juego con un suéter marrón escote en ve y un saco grueso de paño gris.
Yo lo seguía de una manera particular: desde la vereda de enfrente y caminando delante de él. Adapté mi marcha a la suya, para no perderlo. Cada tanto me daba vuelta en busca de un detalle, de alguna característica que confirmara mi caprichosa teoría de que el hombre venía escapando de un tango. O iba hacia él.
Quizás la ropa, el reloj, el peinado prolijo a pesar del viento, sus zapatos con lustre que disimulaban las arrugas de antiguos ajetreos.
Pero esta descripción no hacía otra cosa que nombrar detalles secundarios. El objeto sobre el cual giraba toda la escena era un ramo de flores que llevaba en su mano izquierda, la del reloj.
Ese atado de flores sencillas que no supe identificar, no tenía la pomposa paquetería de lo que se compra. Más bien reflejaba la disimulada sencillez de lo que se prepara con esmero, lo que lleva un buen tiempo de preparación.
No sé si ese hombre de paso sereno, que supuse con vos profunda y palabra corta, había sido el encargado de cortar las flores y envolverlas en un papel satinado. Quizás se lo encargó a una vecina, a una hermana.
En todo caso, no importaban de dónde venían esas flores. Sino hacia dónde iban. Al barrio, al atardecer en una casa coqueta, de mantel sobre la mesa y la pava cerca del fuego para mantener el agua a punto.
Concluí que ese hombre no solo le estaba escapando a un tango, sino también a una soledad que ya no se disfruta. Hay momentos en que las soledades se tornan mala compañía.
Allí iba, escapándole con paso tranquilo a su atardecer solitario.
Hay escapes que no necesitan de velocidades. Ni siquiera de intensiones. Quizás aquel hombre no sabía que estaba escapando.
Por eso el tango parecía seguirlo, como un perro sin dueño. Y la soledad también.
Opté por el consejo de Carlos Gardel:
“Yo no quiero que nadie se imagine
cómo es de amarga y honda mi eterna soledad,
en mi larga noche el minuto muele
la pesadilla de su lento tic-tac”.
Intenté olvidarme del asunto. Pero se ve que no pude…