Tras el piropo inofensivo, la voz de los bufosos
LO QUE PUDO TOMARSE SÓLO COMO UNA EXPRESIÓN DE HALAGO, TIÑÓ DE SANGRE LO QUE DEBIÓ SER UNA SIMPLE GALANTERÍA. ADEMÁS, OTRO QUE -CIEGO DE FUROR- HIZO MÉRITOS PARA MORIR.

"Adiós Sofía… ¡qué orgullosa que vas!". Solo eso, aparentemente, le había dicho esa mañana Ramón Barragán a una chica del barrio al verla pasar.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailPero el saludo amable y cordial, sin otra intención que la del halago inofensivo, le cayó mal a la chica, que no tardó en decírselo a su novio… quién sabe de qué manera.
Lo cierto es que Heriberto Loperena, empleado por aquel entonces en el Corralón Municipal y celoso custodio de su querida, debió sentirse como Falucho en la Fortaleza del Callao, negándose a sustituir la Bandera Azul y Blanca por el estandarte del Rey, porque manoteó el bufoso y con la sangre en ebullición salió a vender cara la afrenta.
La plácida tarde del 3 de noviembre de 1931 iba apagando sus luces, cuando el mozo piropeador -pintor de brocha gorda, además- con la escalera al hombro y el tarro de pintura retornaba a su casa silbando y, tal vez, pensando en la atractiva muchacha destinataria de su requiebro. Anochecía poco después, cuando la caballería policial atravesaba el centro raudamente rumbo al sector Noroeste de la ciudad, dando la sensación, por su vertiginoso andar, que algo grave había ocurrido.
Promovía, además, la curiosidad de la gente que, algunos a pie, otros en bicicleta y también motorizados, se había lanzado detrás de la autoridad para ver qué era lo que realmente ocurría. Cuando llegaron a la plaza Martin Rodríguez, pudieron ver gran cantidad de gente reunida en la esquina de Mitre y 4 de Abril.
Y cuando poco después llegaron al lugar preciso, pudo advertirse el cuerpo de un hombre joven, ensangrentado, tendido en la vereda. "Es Ramón" -dijo uno. "¡Si, Ramón Barragán!" -confirmó otro. Allí estaba, boca arriba, con un proyectil en el brazo derecho a la altura del codo, con una herida en el pie izquierdo además y un plomo que luego de entrar por el hombro izquierdo, de arriba hacia abajo, que hacía suponer que lo había recibido cuando estaba agachado, había ido a alojarse -se supo después en el Hospital- debajo del pulmón del mismo lado. De ahí en más, el relato de lo acontecido correría por cuenta de los testigos.
Cuando Loperena se enfrentó a Barragán -dijeron- ciego de furia, haciendo jugar el gatillo de su revólver, le hizo los tres disparos que acusaba. Pero el pintor capaz de la galantería, capaz también de no mezquinarle a las balas y demostrando no sentir los proyectiles que llevaba en su cuerpo, respondió el ataque con su bufoso haciéndole varios disparos. Perseguido por su agresor, siempre a los tiros, Loperena emprendió veloz carrera tomando por Sarmiento en dirección al centro. Barragán le iba gritando "No escapes, no dispares… no seas cobarde, defendete si sos capaz".
Herido también, favorecido por la oscuridad, además por las fuerzas que iba perdiendo el pintor, el novio de Sofía cruzó la plaza en dirección a Santamarina y Mitre, desapareciendo luego. Barragán consiguió llegar, desfalleciente, a la esquina donde cayó, a dos cuadras del lugar donde se había originado el incidente. ¿A dónde fue a parar Heriberto Loperena aquella noche, en su carrera alocada para ganarle en velocidad a las balas del bufoso de Barragán?... ¿Qué fue de éste con sus graves heridas en el cuerpo? Solo sabemos que terminó en el Hospital. ¿Y de Sofía, la que contoneándose orgullosa e indiferente le había hecho cosquillas a los gatillos recelosos de los hombres apasionados? Noventa años quedaron atrás en el tiempo.
Otro que hizo mérito para morir
Allá por agosto de 1945 funcionaba en Pellegrini 1167 el bar "Chanta Cuatro" de Juan José Santoro y de su concuñado Francisco Segundo Stábile. Como todos los boliches de ese tipo, destinado a reunir a gente dispuesta a pasar el rato jugando a las cartas o solo echando un trago al garguero.
Gente de trabajo y pacífica, aunque hubo un tiempo en el que se sumó Guillermo Andrade, un sujeto provocador que molestaba con sus impertinencias por lo general a Stábile, quien tenía la precaución de no contestar las provocaciones, hasta que llegó al límite de la paciencia, en el filo de la medianoche que iba del domingo 12 al lunes 13 de agosto de 1945. De pronto hizo su entrada Andrade, dirigiéndose resueltamente al mostrador, donde se aprestó a atenderlo el dueño del negocio.
Fue en ese momento que el recién llegado manoteó un cuchillo de cortar fiambre que estaba sobre una mesa y al grito de "¡te voy a matar!", le lanzaba una cuchillada que alcanzó a cuerpear. Y otra que desvió con el brazo izquierdo, mientras salía de la situación incómoda en que se hallaba contra la pared y, zafándose hacia un costado, se daba tiempo para extraer un revólver. Tres disparos dirigidos al cuerpo del agresor contuvieron su furia.
El cuchillo había quedado en el suelo. Stábile seguía empuñando el arma y el provocador, no obstante las heridas que lo afectaban, continuaba en pie. Y se le fue encima, ciego de furia otra vez, derivando el enfrentamiento en una lucha cuerpo a cuerpo. Así estaban, trenzados, forcejeando, en el centro del salón, cuando Andrade, a pesar de estar mortalmente herido, en un esfuerzo supremo por lograr su propósito de apuñalarlo, vio la posibilidad de apoderarse de nuevo del cuchillo y se tiró sobre él. Hasta que la culata del Colt 38 del bolichero dio su última palabra plantándose en su testa.
Tal vez Stábile pensó que los disparos que le había efectuado antes no habían sido suficientes para calmarlo, en su último intento por no matarlo. Pero el fuerte culatazo resultó suficiente para aplacar definitivamente la furia del belicoso parroquiano, cuyo cuerpo cayó detrás de una heladera para no levantarse nunca más.
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