Fuente: archivo El Eco.

Autor: Juan R. Castelnuovo (1935-2022).

El monopolio de la venta de leche en Tandil, allá por 1942 -tal como hemos señalado en la nota anterior- provocó una enérgica reacción en la población, tanto por el mayor costo del producto pasteurizado, de cuya calidad no se tenían seguridades, como por la prohibición del consumo de leche natural.

Las amas de casa estaban acostumbradas a la que provenía en forma directa de los tambos, ya que si el repartidor no abusaba mucho "bautizándola” con agua, retirándole la gordura cuando estaba estacionada y batiéndola después, podían hacer manteca de la mejor calidad.

La otra, en cambio la pasteurizada era más suave, más proclive al buen paladar, sobre todo si estaba fría y hacía calor. Porque al estar sin gordura, parecía más deliciosa, cuando uno empezaba a "saborearla" desde el momento mismo en que tomaba en sus manos la botella verdosa, regordeta y petizona, le quitaba la tapa de hojalata ajustada al gollete y la empinaba en dirección al garguero.

Pero tanto el Gobierno provincial como municipal, aprovechando el estado de sitio implantado en el país, llevaban adelante su decisión de favorecer al monopolio y perseguir, a machetazo y revolvazo limpios, a los repartidores del producto proveniente en forma directa de los tambos.

Si cualquier persona -lechero o no- era sorprendida por la policía llevando leche pura, la misma era volcada, sin más trámite. Así se perdieron miles de litros del nutritivo producto y, también, la fuente de trabajo de numerosas personas, afectando considerablemente los ingresos de muchas familias, algunas de las cuales fueron condenadas a la miseria.

Esto trajo aparejados inevitables enfrentamientos, en los que a favor de los lecheros tomaba parte casi todo el pueblo: el comercio, la industria, los gremios, la gente en general.

Uno de esas manifestaciones determinó que la policía fuera apedreada por el público. La reacción no se hizo esperar y 66 lecheros fueron detenidos y llevados con sus jardineras a la comisaria. Y de allí, en el tren de la medianoche, a La Plata, a disposición del juez del crimen Dr. Graci -en medio de enérgicas expresiones de condenación colectiva- acusados de "intimidación pública".

Siete meses duró el proceso, al cabo de los cuales el magistrado entendió que los lecheros "no habían sido guiados por el deseo de alterar la tranquilidad pública y que no había sido ésta, evidentemente, perturbada por actos alarmistas, sino que los imputados sólo habían hecho una exteriorización de protesta, la que no configuraba ningún delito". Y agregaba la resolución que, "por encontrarse en vigencia el estado de sitio, podía constituir, a lo sumo, una infracción a las limitaciones impuestas al derecho de reunión, susceptible de evitarse, como ocurrió, con la sola intervención policial".

Además, no podía encuadrarse el hecho como rebelión o sedición, ni aún como resistencia a la autoridad -decía el dictamen- porque en ningún momento los lecheros fueron contra los poderes constituidos. Y porque tampoco ostentaron ni tenían arma alguna, ya que a uno solo de ellos le había sido secuestrada una honda de las que utilizan los chicos para cazar pajaritos.

Por eso fueron liberados 62 repartidores de leche. Los cuatro restantes no fueron desprocesados, porque no pudieron ser habidos ni se constituyeron en detención.

La Sociedad de Responsabilidad Limitada Usina de Pasteurización "Sierras de cada Tandil", que ejercía el monopolio de la venta de leche, tenía sus instalaciones en la esquina de Marconi y Moreno, al borde del arroyo Langueyú, que utilizaba para los desagües. Contaba con cámaras frigoríficas, fábrica de caseína, de quesos y de hielo cristalino -con una producción de 200 barras diarias- laboratorio químico, etc.

Era abastecida por 76 tambos y contaba con cinco sucursales para distribución del producto.

No obstante que se trataba de una industria de avanzada para la época, la gente se resistía a consumir la leche pasteurizada, exteriorizando cotidianamente su rebeldía ante lo que consideraba una imposición inaudita, que coartaba su libertad de proveerse directamente de los tambos.

De ahí que no fueran pocos en cada barrio -en el centro también- que al amanecer tomaban su auto o camioneta y corriendo el riesgo de ser sorprendidos y se les volcara la leche, infraccionándolos y hasta deteniéndolos, recogían el producto directamente en los tambos. Y tratando de pasar lo más desapercibidos posible, ingresaban a los lugares más insospechados con la preciosa carga. Que estaba compuesta por tarros de dos a cinco litros, con la correspondiente etiqueta con el nombre de cada vecino cómplice, que aparecía poco después y... tratando de pasar inadvertido también, salía con un envoltorio bajo el brazo... rumbo al ansiado café con leche.

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La leche pura y la pasteurizada - Cap. 2