Casos policiales que conmovieron a Tandil
Un coletazo de sangre en la pampa bravía
PENOSA Y HONDA REPERCUSION TUVO EN UNA AMPLIA ZONA DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES, INCLUIDA ESTA CIUDAD, LA MATANZA DEL ALMACEN DE RAMOS GENERALES “LA ESTRELLA”, ENTRE UDAQUIOLA Y RAUCH, EN 1920.
El malestar social provocado por la primera guerra mundial adquiría forma de singular violencia en nuestro país, apenas comenzado el año 1919. Los sucesos sangrientos conocidos bajo la denominación genérica de “La semana trágica de enero” habían dejado en Buenos Aires un lamentable saldo de muertos y heridos. La huelga de los establecimientos metalúrgicos Vasena había encendido la mecha de los incidentes. Le había seguido la medida de fuerza de los marítimos, paralizando el puerto de la Capital. Y la de la Federación Obrera extensiva a todo el país. Estaban acuarteladas las tropas y fue declarado el estado de sitio en un intento desesperado para contener la agitación, la sangre y el dolor.
Tampoco era normal el pulso del mundo al cabo de la conflagración bélica. Y si el interior del país había podido hasta entonces disfrutar de la riqueza ubérrima de nuestra tierra, asistía también a la época de las “vacas flacas”; es decir, al agobio económico que a todos alcanzaba. El trabajo a destajo de sol a sol era lo que se imponía para procurar días mejores. Y en eso estaba la mayoría del pueblo argentino, regando con su sudor noble la amelga del porvenir.
Gerardo del Oro, hombre de 36 años de edad, era uno de esos trabajadores esforzados. Corría por sus venas sangre asturiana y madrileña. Y en aras de rendir culto a su estirpe, había levantado el reducto de su quehacer enjundioso en medio de la pampa todavía virgen, cuajada de riesgos y peligros ciertos. Allí estaba, entre Udaquiola y Rauch a la orilla del camino erizado de cardales, su almacén “La Estrella” de ramos generales. En medio de una amplia zona que lindaba con el partido de Ayacucho, donde por aquel entonces sentaban sus reales las estancias “Cinco Lomas” de Belloc, “La Esmeralda” de Villanueva”, “Las Negras” de Del Potro, “El Porvenir” de Berán y “La Colorada” de Lamarche,
Del Oro se había asociado a un tal Del Potro, contrayendo enlace con su hermana Gumersinda, con quien había tenido cinco hijos varones: Héctor, Gerardo, Leonardo, Pedro y Ceferino. Cuando el mayor tenía solo 8 años de edad, apenas comenzó a amanecer el 22 de mayo de aquel año que habría de cerrar la segunda decena del siglo, el dueño del negocio ya estaba dispuesto a entregar su esfuerzo generoso a la tarea diaria y mientras Pancho Yrigoyen, uno de sus peones, salía a repartir mercadería con un carro rompiendo escarcha, en las estancias, los puestos y los ranchos de la vecindad, él quedaba sirviendo la caña o la ginebra de rigor para calentar el cuerpo de algún jinete que iba cruzando los campos encanecidos por la helada.
Después, la tarea de todos los días sin mezquinar esfuerzo, hasta que llegó el atardecer. Ya se había ocultado el sol detrás de los pajonales, cuando solo detrás del mostrador atendía a un par de parroquianos. Fue el momento en que se escucharon los cascos de varios caballos golpeando la cancha de las cuadreras. Enseguida, pudo advertirse la figura de un mozo recortándose en la puerta del negocio. Y de otro y otro más. En tanto, era dable advertir que por lo menos otros tres quedaban afuera ocupando el patio.
“Ando buscando una bombacha, pulpero… ¿me puede mostrar lo que tiene?” – indicó el que se ubicaba al frente de los recién llegados. Y cuando Gerardo del Oro le dio la espalda para bajar de la estantería la prenda que le pedían, el desalmado que pedía la pilcha extrajo una pistola y le efectuó un disparo hiriendo de muerte, cobardemente, al dueño de casa.
Ante lo insólito del hecho, aturdida aún por el estampido, salió de la cocina contigua al negocio Gumersinda del Potro, su mujer, en tanto los chicos contemplaban la dramática escena y los clientes que hasta momentos antes habían estado conversando con la víctima, abandonaban rápidamente el lugar.
“¡No lo maten!... ¡no lo maten, por Dios” se había escuchado pedir desesperadamente poco antes a la esposa de Del´Oro, mientras el asesino se aprestaba a efectuar un segundo disparo en dirección a ella. Fue entonces que el maleante, con el arma apuntando a su cabeza con el propósito de eliminarla, cuando ya estaba a punto de disparar, fue contenido por uno de sus compinches: “Dejala, no la mates… tiene varios chicos.”
Un joven dependiente del negocio –Honorio Bonet- no tuvo la misma suerte, ya que cuando intentaba interponerse entre la mujer y el malhechor, fue abatido de un disparo en el pecho sin piedad.
El grupo de atracadores se abocó luego a revisar la casa requiriendo de Gumersinda. “Decinos dónde está la plata o te matamos a vos también” Pero la suma que los asaltantes buscaban no aparecía, ya que la estancia que suponían que había pagado una suma importante el día anterior, no lo había hecho.
Salieron entonces con un magro botín y en el patio se encontraron, junto al palenque, con el vasco Olaeta, quien seguramente les habrá echado alguna maldición, ya que le efectuaron un disparo hiriéndolo en un hombro.
También intentaron asesinar a Angelita, la muchacha que colaboraba con la señora de la casa en el cuidado de los chicos, pero no alcanzaron el objetivo, ya que logró ocultarse en un alfalfar.
El coletazo de sangre desprendido de la guerra y los ecos de la agitación porteña, habían llegado también con sus alforjas cargadas de crueldad y barbarie al pacífico almacén de campo “La Estrella”, en medio de la pampa bravía. Y en un espasmo de ferocidad y locura, había cegado dos vidas útiles, cobarde y salvajemente.