En un año signado por protestas, especialistas advierten sobre el avance de la represión estatal
A partir de la proliferación de manifestaciones populares y el aumento de la presencia policial en las calles de los barrios, miembros del área de Derechos Humanos de la Unicen y otras entidades, expusieron su preocupación frente al uso de las fuerzas de seguridad ante conflictos que podrían solucionarse a través de políticas de Estado.
Eduardo Martínez y Manuel Chiaravino provienen del campo del Trabajo Social y ambos forman parte de Faddet (Familiares de Detenidos y Detenidas Tandil) y de la Comisión Provincial por la Memoria. Martínez, además, trabaja en el área de Derechos Humanos de la Universidad Nacional del Centro, y Chiavarino cursa estudios de posgrado en esa institución educativa. Desde su trabajo diario abordan la cuestión de las infancias y juventudes marginadas del sistema, un sistema que, a su entender, responde con la fuerza policial frente a conflictos que podrían solucionarse a través de políticas de Estado.
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Dentro de esa línea, el año que terminó fue escenario de múltiples movilizaciones y protestas que se desarrollaron en la ciudad, de diferente tenor y calibre, que derivaron –en algunos casos- en actuaciones policiales y causas judiciales. Al respecto, Martínez argumentó que tanto en la provincia de Buenos Aires como en Tandil puede apreciarse el avance de un estado represivo con todas las fuerzas de seguridad.
“Este avance es sobre un sector de la sociedad legitimado en el imaginario colectivo, que son los pibes y la gente de los barrios. Las estadísticas 2017 de la Comisión Provincial por la Memoria indican que hay un 91 por ciento de sobrepoblación carcelaria. Esto significa que hay dos personas en un espacio que debería ser habitado por una. En comisarías se registró un 200 por ciento de población carcelaria, para poner en estadística el contexto”, explicó.
Según sus declaraciones, en la localidad hay un vacío en cuanto a políticas de Estado integrales que nucleen a las instituciones de salud y protección ciudadana. Esta falla en la articulación de políticas públicas, presenta una ruptura en el entramado social que posibilita el policiamiento de la seguridad, “que si bien está instalado en la gente, va sólo sobre un sector de la sociedad”.
“En Tandil no hay casos de violencia policial extrema como es el gatillo fácil, en eso se diferencia de otros distritos provinciales, pero sí tiene un avance de la violencia institucional más invisible como el hostigamiento, la detención por averiguación de antecedentes, la criminalización y judicialización de la protesta social. Mecanismos que los veíamos de afuera y ahora se está plasmando muy fuerte en nuestra ciudad”, expuso.
Por su parte, Chiaravino consideró que este modo de actuar y resolver los conflictos se inscribe en el clima social que genera el actual Gobierno nacional, producto de una lógica tendiente a reforzar la construcción de un enemigo interno. “Mandar a la policía y no resolver los problemas políticamente trae mayores grados de conflictividad. El gesto del Intendente yendo a visitar a la policía federal (tras el fuerte piquete que el Movimiento 1 de Octubre realizó en las puertas de la dependencia), él tendrá sus razones, pero los Gobiernos deben tener superioridad ética y moral para intentar solucionar el conflicto y no fervorizarlo o tomar partida por una de las partes involucradas”, manifestó el trabajador social.
Armados hasta los dientes
Es ante el avance del protagonismo de las fuerzas represivas en determinados sectores, que en 2016 decidieron conformar un organismo de derechos humanos a nivel local, Faddet, que surgió a partir de casos aislados que juntaron y organizaron, de mujeres de las barriadas que tenía un familiar detenido en alguna dependencia penitenciaria de la Provincia.
“Los movimientos populares, trabajadores despedidos, los jóvenes sin trabajo son los destinatarios de las políticas de exclusión. La violencia institucional crece cuando crece la desigualdad. Cuanta más pobreza tenés más violencia institucional hay que desplegar, porque es la única forma de desactivar ese reclamo”, precisó Chiaravino.
El aumento de la capacidad armamentística de las fuerzas de seguridad es otro de los focos en los que los entrevistados ponen el alerta. Dentro de su óptica, habría que pacificar los territorios en contraposición a la concepción de armarse para combatir la conflictividad. “El 50 por ciento de las muertes por armas policiales se producen por disparos de efectivos fuera de servicio, una política de seguridad es ver qué se hace con las armas cuando los agentes salen de servicio, hay también muchos femicidios por armas de policía que están en su casa”, esgrimió.
La construcción de un sujeto peligroso
“Tragaba saliva. Algo había sido violado. ‘La chusma’, dijo para tranquilizarse, ‘hay que aplastarlos, aplastarlos’, dijo para tranquilizarse. ‘La fuerza pública’, dijo, ‘tenemos toda la fuerza pública y el ejército”’, dijo para tranquilizarse. Sintió que odiaba. Y de pronto el señor Lanari supo que desde entonces jamás estaría seguro de nada. De nada”. Así concluye el cuento “Cabecita negra” de Germán Rozenmacher, en el que un hombre de clase media acomodada es atacado en su domicilio por dos personas durante una tranquila noche de verano.
La ficción metaforiza, entre otras cosas, qué pasa cuando se avasalla la propiedad privada y cómo funciona el imaginario colectivo de las clases medias y altas, construido al calor de los medios de comunicación y la noción de que siempre existe un otro peligroso, encarnado en jóvenes de bajos recursos.
“Hay que cambiar el paradigma de la juventud peligrosa. En los barrios populares de Tandil tenemos niños de 9 o 10 años -que no cometieron delitos y no van hacerlo- que están en una relación de proximidad con la policía realmente preocupante, de alguna manera se está perfilando trayectorias que van a tener conflicto con la ley. A veces la única presencia estatal que conocen es la de la policía”, aseguraron.
Los especialistas aseveran que hay un constructo histórico que colocó a estos chicos como chivos expiatorios de los problemas sociales, a partir de la construcción de un imaginario que asocia la inseguridad a determinados colectivos. “¿Por qué no vemos como inseguro las quiebras fraudulentas, los delitos ambientales, las evasiones, el daño que proviene de otros actores sociales? ¿A qué le tenemos miedo?”, interrogó Manuel.
De acuerdo a lo exhibido en la conversación, la inseguridad asociada a los delitos predatorios que puedan llegar a cometer los jóvenes o excluidos no tiene organización, ni capacidad de logística o planificación. Ante esto, se vuelve una estrategia de Estado convertir el problema social en un problema policial.
“Es más fácil meter preso a diez chicos conflictivos que pensar en expandir políticas públicas de promoción social. Es un problema muy complejo”, ponderó.
Las caras de la inseguridad
Para Eduardo, los lineamientos aspiracionales propuestos por la sociedad de consumo generan una grieta social que se sustenta en el concepto de que un sujeto es lo que tiene, “el ser es tener, cuando no tengo no soy, en esa puja va quedando fuera del ser de un determinado sector de la sociedad y hacia allí apunta la selectividad del poder punitivo”.
Ante este panorama, ambos coinciden en no caer en la demagogia de pensar que la pobreza genera mayores posibilidades delictivas. De su análisis se desprende que “cuando los chicos ven esa desigualdad como algo injusto, empiezan a activar una serie de relaciones sociales que les permitan resolver ese problema material y de identidad, el Estado garantiza derechos de manera precaria, entonces hay que ensayar respuestas creativas y rápidas. La pobreza no genera delincuencia, son jóvenes funcionales a las economías ilegales, para activarlas hace falta mano de obra, actores que generen miedo”.
La funcionalidad a un sistema de la crueldad es uno de los ejes que estiman necesario repensar desde un montón de lugares para obtener una lectura clara de la conflictividad; estado en todos sus niveles, policía, poder judicial y mercado del trabajo.
Para ellos, las ciudades que apuestan al desarrollo económico y se inclinan al sector inmobiliario y turístico, son ciudades que tienen serios problemas porque crecen y no pueden generar capacidad de respuesta para esa población, dando lugar a un cordón de exclusión. “Esto no genera trabajo de calidad ni ascenso social, tenemos que cualificar la mano de obra y ofrecer respuestas reales que solucionen los conflictos. Queremos recuperar las voces, interpelar el sentido común de la sociedad que legitima la represión”, cerraron.