Ferocidades
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Había uno que parecía esculpido para agradar a los ojos de su época, inicios de los setenta: rasgos delicados, ojos claros, bucles rubios que le enmarcaban la cara como si la juventud le hubiera prometido eternidad.
El otro era lo contrario de todo eso: una criatura improbable, un borrador de la naturaleza, una fealdad sin metáfora posible.
Y, sin embargo, compartieron algo esencial: una infancia suelta, sin red, y una adolescencia que los sorprendió con el mismo destello salvaje en la mirada. Una ferocidad sin escuela ni maestro.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailDe ese brillo nacieron sus historias.
Cayetano Santos Godino tenía apenas dieciséis años cuando lo rodeó la policía. Lo llamaban “El Petiso Orejudo”, sobrenombre que era casi una fotografía. Su propio retrato.
El día anterior, 3 de diciembre de 1912, había asesinado a Gesualdo Giordano, un niño de tres años.
No sabía leer ni escribir. Hijo de inmigrantes calabreses, creció bajo los golpes de un padre alcohólico que, cuando su hijo tenía apenas nueve años, decidió entregarlo a la policía: “molesta a los vecinos”, dijo, “les tira cascotes, los insulta”. Su madre, mientras tanto, descubría animales despanzurrados entre sus cosas.
Lo internaron dos meses en un reformatorio. Escapó. Volvió a las calles, guiado por dos impulsos elementales: el fuego y el daño.
