Por Juan Roque Castelnuovo (del archivo de El Eco de Tandil)

Cuando el pastor Franck Day Hutchinson llegó a Tandil, culminaba el mes de mayo de 1924. A él y a su esposa Mabel Susana Gardner que lo acompañaba, le habían dicho antes de partir de Inglaterra que trajeran abrigo, porque en esta ciudad hacía mucho frío. Por eso no se sorprendieron cuando al amanecer llegó a la estación local el tren que los traía y fueron recibidos aquí por una helada de las que no se empardan. Menos aun cuando por falta de transporte, debieron resignarse a caminar entre veredas de tierra y yuyales que blanqueaban con los cristales de escarcha, las doce cuadras y media que los separaban de la Iglesia, ubicada en calle Mitre al 600. Ella, según las memorias que se guardan en el templo, "exhibía un casquete blanco de piel que abrigaba su cabeza, contrastando con los cabellos castaños de igual tonalidad que sus ojos y botitas de abrigo color habano. Él, con gruesos botines de cuero, el perramus, el traje y el orión, todos de gris oscuro. Sólo los guantes de cuero eran marrones, bastante más oscuros que los de su mujer.

Apenas llegaron, comenzaron a recorrer la casa, observando todos los lugares y cada detalle ambiental, imaginando el lugar de ubicación de cada una de las cosas que traían, las que fueron descargadas después de grandes chatas de carreros changadores. Cuando cajones y baúles, valijas y otros bultos, fueron abiertos, asomaron elementos de cocina y comedor, trajes, vestidos, calzados, sombreros, bufandas, medias de lana y guantes, impermeables... hasta botines de alpinista con clavos para escalar montañas de roca dura. Además, un escritorio "ministro" de roble de Eslovenia y un piano color cereza, alfombras de "congolium" color ladrillo con dibujos de flores y hojas. Hasta un reloj despertador de esfera negra con números y agujas dorados, que cada hora y en las medias repetía el ritmo, sonoridad y tonos del "Big Ben de la torre de Londres.

Les resultó agradable la pintura del cielorraso barnizado oscuro, las paredes grises con un estrecho friso blanco envolvente. Más aun, que no se hubiera descuidado un detalle tan caro al pueblo británico como el cuidado del jardín y un espacio contiguo para el cultivo de verduras. Y para completar las exquisiteces del lugar, al fondo había una higuera, que le serviría a la señora para elaborar el famoso "dulcei de higous" que gustaba hacer. Nunca habían faltado en ese templo las flores, lirios, gladiolos, claveles, a veces, rosas. Los crisantemos y las dalias de la época estaban en su esplendor y era un verdadero deleite para la vista el arreglo de claveles con helechos plumas, como el tazón rebosante de violetas sobre el blanco mantel de la Mesa del Señor.

Todo había sido ubicado sin inconvenientes, todo estaba muy bien, pero... de pronto Mr. Hutchinson advirtió que algo faltaba. Y rápidamente, con madera machimbrada, con cerco alto de bastidores y alambre tejido, construyó un gallinero que pintó de verde oscuro. El mismo pastor atendía su cuidado, e instalaba a las cluecas en cajones en otro sector del patio, bajo un tinglado. Lo que resultaba inexplicable, era la gran cantidad de aves que tenía. Más inexplicable aun, que desde muy temprano los esposos Hutchinson salían de la casa dirigiéndose al barrio de la Estación de Trenes, caminando siempre apresurados. De tanto en tanto, golpeaban las puertas de alguna casa, entraban, permanecían unos minutos y tomaban de inmediato el mismo ritmo de andar.

Finalmente se supo. En cada vivienda solicitaban una olla o recipiente hondo, de un bolso de hule extraían una jarra enlozada blanca, de las "panzonas", prolijamente envuelta en varios repasadores. Después, repetían la misma ceremonia en cada casa y según el número de habitantes que se encontraban enfermos, dejaban el contenido de un cucharón o dos... o tres. Era una pasta espesa con exquisito aroma, a la que había que agregar agua bien caliente y si querían, algún puñado de fideos. Era caldo concentrado que ellos mismos habían preparado la noche anterior dejando hervir dos o tres gallinas hasta que se deshicieran. Luego le agregaban algunas verduras picadas y especies.

Cuando se les terminaba el producto, volvían a la Iglesia a buscar más. Con ello pretendían los misioneros ingleses curar a las víctimas de una epidemia de gripe que azotaba a la ciudad.

Claro, 99 años atrás, no venía el caldo de gallina en cubitos.

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