Me sorprendo ante el tercer pensamiento del día –y todavía no oscureció- del estilo “antes se vivía mejor”.

Y lo de la sorpresa me viene porque es un razonamiento –suponiendo que le otorguemos ese estatus- al que no adhiero, porque generalmente trae consigo el rancio tufillo de la resistencia a cualquier tipo de cambio o incluso a cierta autoproclamada superioridad por haber vivido “la época de oro” de algo.

-Qué van a saber ustedes lo que era divertirse, si nunca jugaron a la bolita en la vereda.

Algo así.

Si fuera pibe y tuviera que elegir entre pasarme una tarde de domingo jugando a la bolita en la vereda o con la play 5, no lo dudaría: pásame el joystick ya.

Claro, no todos los chicos de hoy pueden tener una play. Antes, la bolita emparejaba las cosas.

Y por esa comarca anduvo el primero de mis pensamientos.

Hace unos días, a mi hijo se le pinchó la pelota de fútbol. En realidad, se la pinché yo; le pegué fuerte y cruzado, con tanta mala suerte que se vino a ensartar contra una saliente puntiaguda de un árbol.

Por suerte, no era una pelota de “las buenas”; se la había comprado hace un par de años y digamos que por el precio que la pague, ya se amortizó. Era de las truchas y demasiado duró. Seguiremos jugando con alguna de las otras que tiene. Algunas de ellas, posta.

En mis días de infancia, que se pinchara una pelota era un verdadero contratiempo. Primero y principal, porque las pelotas se pinchan cuando se las está usando, es decir, jugando. Y ahí mismo se terminaba el partido, a no ser que estuviéramos cerca de la casa de algún chico que tuviera una. No todos tenían pelota de cuero por aquellos años. Entonces, al otro día había que llevarla a Barolo para que la arregle. O, en mi caso, al San José, donde había un cura que las emparchaba, las volví a coser y las dejaba como antes. Por poca plata. Tardaba, como mucho, dos o tres días; Barolo, un poco más.

Nadie pensaba en comprarse otra. La pelota de fútbol –la única que teníamos, con suerte- se usaba hasta que no diera más. Es decir, hasta que la pisara un auto y la despanzurrara o se perdiera en algún techo lejano o entre los yuyales de un baldío al anochecer y cuando la íbamos a buscar al otro día ya no estaba. Recién entonces se podía pensar en comprar otra pelota. Lo que no quería decir comprarla. Capaz que pasaban algunos meses.

Y a todos o a la gran mayoría nos pasaba más o menos lo mismo: se pinchaba la pelota, mandarla arreglar; no servía más, bueno esperá que con suerte te regalan una para el cumple o para Reyes.

La cosa era más pareja.

Con la ropa pasaba algo parecido (segundo pensamiento monotemático del día). Uno se caía y se hacía un “7” en el pantalón y si era relativamente nuevo, la condena era usarlo remendado hasta para “salir”. Se lo llevaba a la costurera del barrio para que el remendón quedara lo mejor posible y a seguir usándolo hasta que nos quedaba chico.

Hoy, a esas prácticas se las llama “moda circular” o “reutilización” o algún otro nombre que supone cierta tendencia ecológica y amigable con el medioambiente. Antes, no había otra: éramos ecologistas sin tanto razonamiento hippie chic o superador.

Además, por supuesto, las botellas eran retornables, el azúcar se vendía suelta, como las galletitas y otros tantos productos de la vida cotidiana. La industria(?)del packaging no era ni siquiera una amenaza. Había bolsa de los mandados y la basura no se sacaba a la calle en bolsa sino en el tarro. Es más, lo que entendíamos por bolsa, que hoy nos remite al nylon, era de arpillera. Hasta al viejo de la bolsa lo imaginábamos con una de esas. Hoy andaría con una bolsa de consorcio.

Y el tercer pensamiento fue el siguiente: antes no comíamos pochoclo en el cine; eso llegó con la globalización. A lo sumo llevábamos algún caramelo o pastillas. O le comprábamos maní con chocolate al tipo que vendía dentro de la propia sala, antes de la película o en el intervalo. El vendedor llevaba una caja de madera que se sostenía con una correa que le pasaba por detrás del cuello y en su interior había una variedad más bien módica de golosinas: pastillas, cajas de confites, caramelos en paquete, bombones, Titas y Rodhesias. No mucho más. Tan sobria la oferta como la manera de ofrecerla. Era un pregón sucinto, apretado: “caramelos, bombones, caramelos…”, expresado casi en abreviatura, apurando las sílabas.

Por supuesto, darse el gusto de llamar al caramelero y comprarle tenía un costo que no todos queríamos o podíamos asumir.

Quitarle el papel al caramelo o abrir la caja de maní con chocolate eran actos de extrema precisión y silencio para no molestar al público, concentrado en la película. Pelar un caramelo bajo esa premisa podía demandar un buen rato o esperar la escena de música fuerte.

Hoy uno está viendo un film de Kurosawa y al lado tiene a un ñato haciendo tronar la mandíbula por el pochoclo, desde el minuto uno hasta que termina. Porque el ruido de masticar pochoclo es indisimulable. Además, cuando se le está por terminar el balde de 20 litros que venden en el combo con la entrada, el tipo le mete uña contra el fondo. ¡Ya está, viejo!, no quedan más. Te comiste cuatro kilos de pochoclo, vas a reventar como el pajarito de Schrek.

Entiendo que hay películas que se prestan para esta práctica (por eso se llaman “pochocleras”), pero otras no. Vito Corleone le confiesa a su hijo Michael que va a ser asesinado, mientras toma una copa de vino en el jardín, y el tipo que tengo al lado se acaba de meter una palada de pochoclos en la boca, dispuesto a prender la moledora de piedra.

No sé si será por el humor clásico de los lunes, pero hoy siento que hay cosas que quiero que vuelvan a ser como fueron. El cura que emparcha pelotas, el mendafácil y el caramelero, con su pregón resumido y distante.

Y las cosas, parejas para todos. Eso sí.

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La vida sin pochoclos