Hasta ese momento, lo veía de espalda. Y de espaldas, los niños son casi todos iguales. O muy parecidos. El pelo corto y oscuro, con un remolino endemoniado techándole la nuca. Buzo verde y grande, con capucha hasta la mitad de la espalda. Jogging y zapatillas.

Era algo más bajo que mi hijo, de manera que le determiné unos diez o nueve años.

En la avícola éramos él, yo y una mujer que justo se iba con su compra. En la bolsa semitrasparente se adivinaban milanesas de pechuga, arrollados y alguna que otra cosita que no presté atención.

El nene me seguía dando la espalda. Callado. Tanto, que el hombre que despachaba ya sabía lo que quería decir ese silencio. Seguro que los conocía a los dos: al chico y a su silencio.

Puso dentro de una bolsa tres o cuatro paquetitos con menudos de pollo; pasó la mano por la bandeja de las alitas y abarcó unas cuantas, quizás cinco o seis. También fueron a dar a la bolsa.

Y se la entregó.

-Tomá.

Recién entonces, el nene habló.

-Gracias.

Recién entonces se dio vuelta. Y vi su rostro.

De espalda, los chicos son casi iguales. De frente no.

Una de las maneras que sé para distinguirlos es por las sonrisas. Algunas son amplias como las puertas dobles de los balcones; otras, van para arriba, tironeadas de un hilo en cada comisura; otras son tímidas. Algunas sonrisas tienen sonidos que van hacia afuera y otras ríen hacia adentro. Hay sonrisas con agujeros negros por donde se escapan los suspiros que el Ratón Pérez –el verdadero, no el de la publicidad- no pudo comprar. Hay sonrisas fugaces o perennes; sonrisas de costado, de frente, de perfil. Sonrisas pícaras y zonzas. Hasta sonrisitas tempranamente forzadas.

El nene de altura de nueve o diez años que me miró no llevaba la sonrisa puesta. Entonces el que le sonrió fui yo, como pidiéndole que no me mirara así porque me estaba dando una vergüenza de agobio.

Simplemente se fue con su bolsa y su silencio serio.

No es la primera vez que me pasa. Que me dejan con la sonrisa como una mueca. Me he cruzado con niños serios como dolor de panza. Me miran desde el abismo todavía tibio de sus estaturas y no me sonríen.

La vida no les está causando gracia.

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