De puro aburrido

Ahora, que miro por la ventana y veo que la lluvia no afloja ni tiene previsto aflojar, me doy cuenta de que estoy aburrido. Tengo algunas cosas para hacer en casa. Sí. Más de un par. Pero las puedo postergar sin mayores culpas. No tengo ganas de hacer eso que debo. Para qué negarlo. Me gustaría, por ejemplo, tener que hacer algo afuera. Algo impostergable. Aunque sea ir al almacén a comprar un producto de extrema necesidad: yerba, por ejemplo.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailVoy, miro en la alacena y tengo todo. Nunca tengo todo; hoy sí. Si hubiera tenido que salir, estaría rezongando con la lluvia, buscando el piloto, un calzado estropeable para andar en el barro (botas no tengo), tratando de indagar si el paraguas está en casa o lo perdí en el colectivo o remís que tomé en la última lluvia. Y por fin, abrir la puerta, salir, mojarme, retar a mis perros para que no salten, llegar y decirle al almacenero qué tiempo de porquería, comprar el paquete más barato y volver, empapado. Hubiera estado bueno. Pero no me falta nada imprescindible en casa. Increíble. Y a esta edad no puedo andar mojándome de puro aburrido nomás. A ver si me agarra un enfriamiento.
Entonces sigo mirando por la ventana y recuerdo que una de las veces que escribí sobre la lluvia (no esta, que no se hace querer por fría e insistente; sobre otra, más cálida y fugaz), una amiga me mandó un mail contándome que días así le recordaban su infancia, cuando la madre sacaba las macetas al patio mientras hacía buñuelos o tortafritas y el tanque de agua llovida se stockeaba para luego lavarse la cabeza y que el pelo quedara sedoso y cuando paraba ver si por algún lado asomaba el arcoíris, botar un barquito de papel al cordón de la vereda y quedarse viendo cuán lejos llegaba o dónde quedaba encallado.