Calor, pero calor, calor, el de hace unos días. Y para colmo, viento. Brisa no, viento. Unas bocanadas como de fuego que venían del norte, como si hubiera prendido uno de esos cañones para calefaccionar los galpones industriales. Varios de esos aparatos prendidos en cada esquina.

Y yo que no salgo nunca, pero nunca, de mi casa ayer tenía que hacer un trámite en un barrio. Impostergable, claro. Y a una hora imposible: cuatro y media de la tarde.

Cuando era chico, los grandes les decían diligencias a esas cosas. Un trámite, una gestión, un mandado o ir a comprar tres cuarto kilo de cebolla. Pero le decían diligencia y sonaba importante.

Y, mientras salía de casa con un calor impiadoso, con 87 grados adentro del auto, me acordaba de esa palabra. Porque solamente faltaba que pasaran a medida que me alejaba del centro. Era la imagen misma del lejano oeste: calles solitarias y polvorientas, algún perro flaco buscando con el último aliento la sombra de un árbol o un ligustre, el horizonte visto con ese efecto difuso de los desiertos.

Doblé una esquina y de lejos vi venir un polvaredal propio de una tormenta de arena. Sólo que en lugar de arena, tierra. Tierra amarilla de los suburbios, que como una nube a contramano venía a mi encuentro.

La calle casi no se veía. Casi. Porque una cuadra más adelante me pareció divisar justo en el medio algo de color. "Un peatón", pensé (mejor dicho, "alguien", pensé porque uno no piensa en términos de crónica de suceso vial).

Me resultó extraño que alguien anduviera caminando a esa hora bajo el sol, hundiendo los pies en el polvo. Y sobre todo, por el medio de la calle. Avancé unos metros a marcha lenta y confirmé que no era un peatón, sino dos. O mejor dicho, dos alguienes que no estaban en actitud de peatón (es decir, andando) sino parados en el medio de la calle. Más que parados, abrazados. Y más que abrazados, besándose.

Es decir: cuarenta grados de calor, con un viento como salido de las claraboyas del infierno, en medio de la siesta, de la nada y de la calle, un hombre y una mujer besándose como se besan los que van a la guerra. O los que vienen. O los que están en la tregua de una guerra propia.

Y un detalle que a lo mejor forma parte de mi prejuicio: no eran jóvenes. Uno supone que a partir de los cuarenta años, por poner una cifra, ya no se puede besar en lugares públicos. Ni en las plazas ni en las calles ni en las veredas. Como si llegar a determinada edad significara confinar las demostraciones de amor a ambientes cerrados. Me falta algo de deconstrucción, bueno.

Es decir, eran grandes. Ella, pelo renegrido y largo, arremolinado por esa suerte de tornado que asolaba el barrio. Una Pocahontas de calzas y musculosa. Él, clásico: jean y camisa.

Yo, tan interesado en esa circunstancia y ellos, todo lo contrario. Porque si en algún tramo de la cuadra supuse que se iban a percatar de la presencia de un auto (el mío) que debía pasar por donde estaban y, consecuentemente, dar por finalizado el beso o en todo caso, trasladarlo hasta el cordón de la vereda (que como se sabe, en los barrios es un yuyal), me equivoqué.

Cuando pasé por al lado, esquivándolos a paso de hombre para no levantar más tierra, supe que así fuera el Séptimo de Caballería el que pasaba por la calle, la Procesión del Santo Entierro o una movilización de Griselda Altamirano, tampoco se hubieran corrido. Es más, no se hubieran dado cuenta.

Supe que para Pocahontas y para su amado, el mundo se reducía o se magnificaba a un beso. El resto, es decir, yo, mi auto, el calor, la polvareda, los perros flacos, las avispas, Milei, el FMI y el universo habían dejado de existir. Incluso ellos habían dejado de ser lo que eran para transformarse en una sola cosa, en una sola idea, en una sola acción: un beso.

Por un segundo, los admiré. Luego, no me quedó otra que asumirme: era envidia lo que sentí.

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