Un Homero
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Puede sonar a paradoja, pero prefiero dudar: en la mitología argentina –algo que no es historia ni destino, pero tampoco invento– hay dos Homero. Manzi y Expósito. Ambos –como el “original”, a quien se le atribuyen La Ilíada y La Odisea– fueron poetas. Y eligieron el tango como expresión de sus mundos, hechos de metáforas y arrabales.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailCada noviembre –mes de su muerte– vuelve la sombra delicada de Homero Expósito, y con ella esos versos en los que el tango encuentra un modo singular de decir lo difícil. Su poesía no quería describir el mundo: buscaba iluminarlo desde un ángulo lateral, como esos rayos oblicuos que caen sobre el escenario para revelar lo que no está en el guion teatral sino en la textura íntima de las cosas. En Expósito, la metáfora no es un adorno: es el mecanismo secreto que hace girar las emociones para que muestren su verdad.
Quizás ningún verso sea tan recordado como aquel de Naranjo en flor, donde “primero hay que saber sufrir”. Pero antes de la sentencia —convertida casi en axioma callejero y cotidiano— está la imagen que sostiene todo el tango: la floración del naranjo como símbolo de una pureza inicial, de ese instante milagroso en que amar es, todavía, un juego sin cicatrices. Expósito no canta el perfume del azahar: canta su pérdida. Lo que florece en la letra es la conciencia de que el amor, al final, deja un olor levemente amargo, como si el propio naranjo hubiese madurado de golpe sabiendo su destino de desilusión.
