"Amaranta vivió diez días, y esos fueron los nueve meses y diez días más felices de mi vida"
Silvina Latorre tuvo a su primera hija, Amaranta, en enero de 2021 después de una cesárea de urgencia. La bebé nació con problemas de salud y falleció en neonatalogía a los diez días. "La tuve por primera vez en mis brazos para despedirla", compartió. Pudo seguir con su vida gracias a la red de afectos y la terapia. En 2023 nació su segundo hijo, Santiago. El amor después del amor en su máxima expresión.
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“No somos más que una gota de luz, una estrella fugaz, una chispa, tan solo en la edad del cielo”. Silvina Latorre le cantaba la canción de Jorge Drexler a su hija Amaranta mientras estaba internada en el área de neonatología de un sanatorio platense. “Deja que el beso dure, deja que el tiempo cure”. Los ojos verdes de Silvina —"Chili" para todo el mundo— se encienden de amor en la tarde primaveral en la que esta entrevista tuvo lugar. Del duelo perinatal —cuyo día se conmemora el 15 de octubre— suele no hablarse; queda cubierto por un manto de silencio que complejiza aún más la experiencia vital, como si fuera un error de la matrix, algo que no debería suceder pero sucede. Es la importancia de poner en palabras, de nombrar, de reconocer la muerte temprana; una pérdida sin nombre, sin muchas palabras para definirla.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailSilvina, de 39 años, licenciada en Ciencias de la Educación, hija del histórico supervisor de Metalúrgica Tandil, Mario Latorre, y hermana del periodista Alejandro Latorre, compañera de Franco y mamá de Amaranta y Santiago, habló de todo lo que le duele, de lo que la impulsa, de lo que ama y de cómo es volver a vivir después de una pérdida tan dolorosa. En el Día de la Madre, una historia que reafirma que existe “el amor después del amor” y que invita a seguir diciendo “viva la vida a pesar de todo”.
—¿Quién es Amaranta?
—Amaranta es mi hija, que nació en enero de 2021. Fue muy deseada con Franco, mi compañero actual. Nos conocimos y nos súper enamoramos a fines de 2018. Nos fuimos a vivir juntos y, en mayo de 2020, nos enteramos de que estaba embarazada. Si bien era deseada, no fue buscada en ese momento, así que fue una sorpresa. Fue absoluta felicidad para todos; era la segunda nieta en mi familia y la primera para Franco. Estábamos medio en pandemia, así que pude disfrutar mucho ese tiempo de gestación. Hacía gimnasia, iba a comer con mis amigas y me tomaba el tiempo de hablar con ella, con la panza, con mi vieja que está en el cielo. Disfruté mucho. Amaranta es mi primera hija. Luego tuve un segundo hijo que nació en 2023, que se llama Santiago Argentino. Esa es nuestra familia: Franco, yo, Amaranta y Santiago.
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—Tuviste una gestación hermosa, sin ningún problema de salud.
—No, ningún problema.
—Amaranta, ¿por qué habías elegido ese nombre?
—¡Uy, qué linda pregunta! Estaba en la cocina y le digo a Franco: «Bueno, elegílo vos al nombre». Y buscando él me dijo «Amaranta». A mí me llevó inmediatamente al personaje de García Márquez, y además me puse a indagar y encontré que significaba la semilla de amaranto y su resistencia al glifosato, como una semilla resistente. Me gustaba la sonoridad, era distinto, me encantó. Por eso Amaranta.
De la lámpara a la catástrofe
—Transcurrieron los meses de gestación. En enero de 2021, estabas de vacaciones. ¿Qué pasó?
—Exactamente. Fue la penúltima ecografía, creo que en la semana 36. Yo iba sola, era tan de rutina que Franco no me acompañó. Antes pasé a comprar una lámpara, lo digo porque me acuerdo de ese objeto siempre. Quería todo planificado, había tenido tiempo para pensar. La lámpara era para darle la teta de noche, que fuera penumbra, que me permitiera verla, pero que no la despertara. Todo tan pensado.
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Luego me fui a la ecografía. Me crucé con mi ginecólogo, Luciano Cervi —un genio que se portó todo el tiempo impecable—, quien me dijo: «Te veo muy grande esa panza». La ecógrafa empezó a hacer movimientos raros y me dijo: «Veo algo raro». Me pidió que me viera ya el otro ginecólogo que estaba en reemplazo de Luciano, Pablo Adrover.
Cuento este episodio con estas particularidades porque pasamos de la felicidad de comprar la lámpara a que, en una hora, de repente, nos dijeran que había un «temita en el corazón», algo que les llamaba la atención, y que esa panza tan grande —había mucho líquido— no era normal. Fue algo que no se hubiera podido ver antes, porque los problemas genéticos (que supimos después), aún están en descubrimiento; la genética es una disciplina muy reciente. De repente, todo era una maravilla, y en una hora era una catástrofe.
—¿Cómo siguió?
—Nos fuimos a casa nerviosos. Me dijeron que sacara un turno con la cardióloga al otro día. Nerviosos, pero bueno, era un problemita en el corazón, ¿cuánta gente vive con eso? Al otro día, a la mañana, fuimos con ella y, al ver un par de cosas, dijo: «Chicos, ya hay que sacarla a esta nena». Y ahí empezó como un túnel cada vez más oscuro. «Ya hay que sacarla, llamen ya a la obra social». Ella misma hizo contacto con un instituto grosísimo de La Plata, porque acá no iba a ser posible. Así que, de comprar la lámpara pasé a «andá a hacer el bolso, te tenés que ir ya». Llamé a mi hermano Alejandro: «¿Me llevás a La Plata?». «Sí, por supuesto». Él siempre, siempre ahí. En 40 minutos hice el bolso. Había que sacarla lo antes posible.
Llegamos a La Plata y me estaban haciendo una cesárea a las 10 de la noche, el 26 de enero. Todos con caras raras, excepto un anestesista venezolano. Ese sube y baja es lo que trato de describir: de la felicidad a esto. La sacaron y me dijeron: «No la podés ver ahora». Hoy lo cuento natural, pero son cosas bravísimas. Me fui a la habitación, y al otro día me levanté: «¿Y qué pasa?». «No, no sabemos qué pasa, está internada».
A las 11 de la mañana me subí a una silla de ruedas e iba desesperada. Estaba conociendo a mi hija de esa manera. Y ahí estaba, con los ojos tapados, en la cajita de la incubadora, absolutamente enchufada por mil cables y sin demasiada respuesta. «No sabemos qué es». Y ahí empezó el correr de los días, de ir al parte a las 11 de la mañana y a las 7 de la tarde. Ella tenía una cardiopatía y luego problemas en los riñones; la salud es integral.
En el medio estaba nuestro calvario, y por otro lado, la cadena de afectos que fue imprescindible. Creía que me volvía loca, sacándome leche para una bebé que no sabía si podía tomarla. Yo me había preparado para darle la teta y no podía hacerlo. Cuando me dieron el alta me fui a un hotel enfrente y miraba por la ventana hacia la clínica.
—¿Cuánto tiempo estuvo internada Amaranta?
—Diez días. Al sexto o séptimo día empezaron a barajar la posibilidad de un problema genético. Le sacaron muestras a ella y a mí, y hasta tuvo una operación en el estómago. Fueron diez días que yo digo que fue una vida. Fueron los nueve meses y diez días más felices de mi vida, porque siento que fui la mamá de Amaranta.
En esos diez días me prometí no llorar, no sé por qué, pero necesitaba estar fuerte. Iba y le cantaba muchas canciones, pero una fue emblemática: «La edad del cielo» de Jorge Drexler. Le cantaba con una firmeza y un amor para que ella me escuchara detrás de esa cajita, y Franco al lado mío, siempre. Hasta que un día, el noveno, mi amiga Yeyu (Yésica Gentile), que es médica y trabaja en esa clínica, me buscó. Me mandó un mensaje otra amiga diciéndome que Yeyu tenía que hablar conmigo. Con las dificultades de ella para decírmelo, sin mirarme casi a los ojos, me dijo: «Tenés que despedirte». Nos fuimos casi corriendo. Me dijeron también que le sacara una foto. La sacaron de esa cajita y la tuve en brazos.
Yo siempre digo que la tuve en brazos por primera vez para despedirla. Quería sentir su cuerpo. Mi amiga Yeyu, que fue la única que la conoció además de nosotros, le decía la «Torito», porque era como Santiago, con el pecho para adelante, y eso no me lo voy a olvidar jamás. Un aspecto de garra. La tuve en brazos, parece que lo siento todavía; yo tenía un strapless, entonces le sentía mucho la piel, su piel con mi piel. Me fui medio inconsciente, y al otro día fueron mi viejo, mis amigas. Yo seguía como en una nube. Hasta que estábamos todos juntos y me sonó el teléfono y me dijeron: «Silvina, ahora sí, falleció». Lo siento en el cuerpo, me desvanecí. Y ahí el mambo de elegir un cajón, de esperar dos días para traerla a Tandil, ir nosotros atrás de la ambulancia.
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—¿Cómo es despedir a un hijo?
—Jamás me voy a olvidar del entierro, con cientos de personas esperando y encolumnándonos. Franco llevaba ese cajoncito, y yo atrás, agarrada, no sé cómo, y mis dos amigas, mis dos escoltas, sosteniéndome. Todos cantaban la canción que yo le había cantado, «La edad del cielo». Soltamos unos globos. Todas esas cosas las pensé yo, porque necesitaba hacer eso por ella. No sé si es mi organizadora de eventos o qué, pero dije: quiero que estén esos globos, quiero que esté esa música. Fue importantísimo.
Después de eso comprendí por qué se hacen los velorios y los entierros, por qué son tan importantes. Pude ver lo imprescindible —me quedo corta— que es el entorno para una experiencia así.
—¿Cómo fue volver a tu casa después?
—Yo no quería volver a esa casa que habíamos dejado desparramada, armando un bolso en cuarenta minutos. Una casa que estaba toda preparada para ella, con su cuna, su nombre, su ropa. Inmediatamente Virginia Arhex, mi amiga, sacó todo lo de Amaranta porque yo se lo pedí. Nos fuimos dos o tres días a otro lado. Después llegué a casa. Cada uno de esos pasitos era un mundo. La realidad era otra. Es medio una locura ir a una realidad que no era la que mi cabeza tenía.
—¿Recordás el momento en que empezaste a sentir el cuerpo de otra forma?
—Sí. La primera vez que salí a caminar, no me andaban las piernas. Sentía que tenía que hacer fuerza con ellas, como si estuviera paralítica. Y lo que más me afectaba y me destruía era ver bebés. Bebés, bebés, bebés. Fue muy difícil durante mucho tiempo. Afortunadamente, llegué con recursos previamente construidos, por historias, por recorridos, que hicieron que inmediatamente quisiera empezar terapia. Luciano Cervi, mi obstetra, me recomendó a Yanina Cansobre, que hasta hoy sigo viendo. Él nos llamaba dos veces por día, fue a casa después, estuvo en el entierro. Empecé terapia casi a las tres semanas. La terapia y los afectos fueron todo.
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—En esos días previos a la despedida, ¿pensabas que Amaranta podía morir?
—No. Jamás. Cuando las genetistas decían «tendremos una hija con discapacidad», yo pensaba: «Bueno, tendremos una hija con discapacidad». Pero nunca pensé que se iba a morir. Es impactante. Todo el tiempo tenía la esperanza adelante. No me parecía una posibilidad, porque no estamos educados para pensar en eso. Es la última posibilidad y ni siquiera se contempla, hasta que te lo dicen.
La sanación y la llegada de Santiago
—¿Cómo fue ese año después de su muerte?
—Con terapia, con los afectos. Y encima, mi papá se enfermó. Al año de Amaranta, falleció mi viejo, de cáncer. Por suerte le pude decir, tomando un mate: «Yo voy a estar bien, pá». Siento que me entendió, porque él sufría verme así. Estaba desesperado porque yo saliera. Al principio no podía, era un fantasma. Pero después, gracias a la terapia y a los afectos, hice una sanación bastante genuina. Esa sanación incluso dio lugar a que naciera Santiago. Fue una decisión. Hacía cosas que me gustaban, como escuchar mucha radio.
—¿Se siente físicamente la ausencia?
—Sí, claro. En todos los lugares, en todas las situaciones. En la cama pensaba: «Yo iba a estar acostada acá con ella, le iba a mostrar las nubes». Todo eso venía todo el tiempo. Y físicamente fue muy fuerte. En la clínica tenía las tetas llenas de leche y me la tenía que sacar. En un momento, la médica le dijo a mi amiga: «Decile que tiene la posibilidad de cortarse la leche, porque no va a poder». Yo la escuché, y vino a decírmelo con mucho cuidado: «Necesitamos que cortes eso». Era todo muy delicado.
—¿Y cómo fue volver a la vida cotidiana?
—De a poco. Volví a trabajar al otro año. Viajamos en octubre a ver ballenas. Llegamos justo en la época en que les enseñan a los ballenatos sus primeros movimientos. Quiero decir: todo el tiempo estaba mi maternidad truncada en todas las situaciones. No es que la nombraba todo el tiempo, pero me hacía mucho bien que mi entorno la nombrara. «¿Te acordás cuando decíamos esto?», «Uy, Amaranta que era…». Eso me hacía bien. También entendí a aquellos que no me la nombraron más, porque sé lo difícil que era para ellos, pero me costó ese silencio. A veces sentía que la gente se cruzaba de vereda, no por maldad, sino porque la sociedad no sabe qué hacer con eso, no sabe qué decirte. Toda esa fantasía que construimos desde el deseo de tener un hijo.
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-¿Qué pasó en esos primeros meses?
-A los seis meses más o menos empecé a sentir unas angustias fuertes. La terapeuta me decía: “Estás cayendo, Chili”. El cerebro hace algo ante semejantes traumas: bloquea. Capaz que al principio yo estaba “normal” y después no. Empezás a darte cuenta: che, no está. Yo te decía la plaza, pero los primeros meses, como yo no sabía que tenía, aparentemente había un problema genético, me volvía loca ver nenes con discapacidades. Yo decía, “ves que podría haber vivido" y esa idea todo el tiempo. Iba a la plaza y los veía, y esa plaza era la que yo iba a ir con el carrito. Necesité mudarme y todos buscando una casa para Chili con patio. Nos mudamos a una casa con patio, fue terrible irnos de ahí, pero lo queríamos. Nos fuimos a Prat, patio; a los meses apareció Pototo, a los meses apareció Tizorro. Quise hacer una huerta y había plantas, y empecé la nutricionista. Estaba en proceso de reconexión con la vida, necesitaba vida.
—¿Cuándo sentiste que volvías a ser vos? ¿Recordás la primera vez que volviste a reír genuinamente?
—Yo veo las fotos y no volví a sonreír igual. La psicóloga me insistía: «No vas a volver a ser nunca más la misma. Ahora vas a caminar con muletas, tenés que aprender a caminar con muletas». O me decían: «No sé si volvés a ser feliz, tenés momentos de felicidad». Y aún hoy con Santiago me lo pregunto. Soy otra. Hay un duelo de una Chili que de alguna forma también murió con Amaranta y renació en otra cosa, incluso con una sabiduría. Siento que ya pasó lo peor. No quiere decir que no le dé seriedad y valor a las cosas, sino que le doy la seriedad que tiene.
—¿Cómo vivieron la incertidumbre sobre el diagnóstico?
—El primer tiempo fue bravo. Había que disolver la inquietud de que fuera congénito. La genetista empezó a hablar del síndrome de Noonan por las orejitas, los ojos, otras cualidades físicas. A los tres meses nos develó que era ese síndrome. Primera incertidumbre develada. Yo ya estaba en terapia, eso es fundamental para la angustia, saber qué fue y que no está bajo tu control, para disipar las culpas. Muchos niños sobreviven con eso, pero ella no. La genetista nos explicó que fue azar, mala suerte. Uno de cada millón. No se puede detectar tempranamente todavía. Eso ayudó a entender que fue azaroso, no culpa de nadie.
—¿Cómo llegó Santiago?
—Quedé embarazada de Santiago sin buscarlo. Me enteré en Cuba; estaba muy descompuesta y cansada. Fue concebido en noviembre de 2022. Fue otro capítulo de la misma historia.
—Cuando te hacés el test y da positivo, ¿cuál fue tu primer pensamiento?
—Alegría. Después vino la racionalidad, pero mi sensación era: ¿se puede otra vez? Era volver a nacer. Me hice mil preguntas. De hecho, agradecí que fuera varón porque mi hija nena era Amaranta. Pedimos que fuera cesárea porque lo único que quería era que saliera y estuviera bien. Trabajé mucho con la psicóloga porque los flashes del quirófano del pasado eran intensos. Finalmente, Santiago nació súper bien el 14 de agosto de 2023 y hoy tiene dos años y dos meses.
—¿Cómo mantenés la memoria de Amaranta con Santiago?
—Le muestro fotos impresas y le cuento que tiene una hermana, Amaranta. A veces lloro fuerte, a veces simplemente lagrimeo. Me acuerdo de que está, que estuvo, que es parte. También lloro pensando en nosotros como pareja. Franco fue siempre una estaca al lado mío, nuestro compañerismo fue imprescindible.
—Tu mamá, Manuela, falleció muy joven, cuando vos tenías 19 años. ¿Cómo resignificaste tu vínculo con ella a través de la maternidad?
—Cuando estaba al lado de la cuna de neonatología cantándole, me sentía como mi vieja, la gallega, grandota, pelo lacio, morocha. Sufría esquizofrenia y alcoholismo y tenía humor, era un tractor. En Amaranta veía eso. Creo que me vi en esa fuerza, inclaudicable, para adelante. Ella murió de cáncer, finalmente. La psicóloga me dijo que pude sortear esto por recursos previos: mis amigas, mi viejo, mi hermano, Franco. Es como ejercitarte para el dolor, pero el dolor también es una batería que se agota.
—¿Qué recuerdos te quedan de Amaranta?
—Cada vez que escucho un pajarito, me hace sentir bien. Me acuerdo de su paso fugaz, de esos diez días que fueron los más felices de mi vida. Ya no tengo ese pesar de antes, pero siempre será mi hija, con toda la vitalidad que eso significa. Físicamente, fue visceral. Pero soy otra, mucho más sabia. Porque esa posibilidad [la muerte] no estaba, y ahora sé que la muerte está entre las posibilidades, dentro de la vida. Esa imposibilidad de pensarlo, de habilitar ese pensamiento.
No hay un termómetro, un comparador de qué muerte duele más, pero alguna vez escuché a una profesional decir que a veces se cree que el duelo perinatal duele menos que perder a un hijo más grande. Pero en sentido inverso, lo que acá se muere son las fantasías, todo lo que yo hubiera hecho y no hice. Todo lo que pudo haber sido y lo que nunca será.
Escribo mucho y eso me salvó muchísimo. Las primeras cosas que escribí arrancaban diciendo que íbamos a encontrar las formas de las nubes. Escribí todo lo que iba a hacer con ella. Ponerlo en palabras me hacía bien. A veces el no hablarlo tiene que ver con subvalorarlo. El peso es igual de grande incluso cuando se trata de la fantasía, lo que no pudo ser. Necesito decirlo: fue absolutamente imprescindible nuestro compañerismo, nuestro equipo, nuestro llorar y que el otro estuviera ahí, enojarse y que el otro estuviera ahí, discutir y que el otro estuviera ahí.
Amaranta vivió diez días, y esos fueron los nueve meses y diez días más felices de mi vida. Hoy tomo con mayor serenidad y calma las cosas porque lo peor ya pasó, el resto es una fiesta. Así, aprendo a seguir para adelante, con lo vivido, con lo perdido, con lo amado. Con Amaranta siempre conmigo, y con la vida que sigue.
«No somos lo que quisiéramos ser, solo un breve latir en un silencio antiguo con la edad del cielo».
Duelo perinatal
El duelo perinatal es la reacción emocional y psicológica ante la pérdida de un bebé durante el embarazo (aborto espontáneo o inducido) o hasta el primer mes de vida del recién nacido (incluyendo muerte intrauterina o del recién nacido). A menudo es un duelo silenciado y no reconocido socialmente, lo que dificulta su elaboración, ya que las personas que lo experimentan no suelen recibir el apoyo y la validación necesarios para procesar su dolor.
Cada 15 de octubre, el mundo entero se une para conmemorar esta fecha instituida por la Organización Mundial de la Salud (OMS), recordando la pérdida de un bebé y el profundo duelo que viven las familias.
En este caso, la hija de Silvina Latorre fue diagnosticada post-mortem con síndrome de Noonan, una afección genética que detiene el desarrollo normal en varias partes del cuerpo. Puede afectar a la persona de varias formas, por ejemplo, rasgos faciales inusuales, baja estatura, problemas cardíacos y otros problemas físicos. También puede hacer que los niños se desarrollen más lentamente de lo habitual, por ejemplo, a la hora de caminar, hablar o aprender nuevas cosas. Un gen alterado es el causante del síndrome de Noonan. El hijo hereda del progenitor una copia del gen alterado. Esto se denomina herencia dominante. La afección también puede producirse como un cambio espontáneo. Esto significa que no hay antecedentes familiares. La incidencia del síndrome de Noonan en Argentina es la misma que a nivel mundial: entre 1 de cada 1000 y 1 de cada 2500 nacidos vivos, ya que es una enfermedad genética de carácter internacional. El síndrome es considerado una enfermedad poco frecuente en Argentina, pero su prevalencia no varía entre países.