Memoria vegetal, de la zona de exclusión de Chernóbil a los pastizales que resisten en Tandil
Entre fotogramas de plantas irradiadas y reflexiones sobre la fragilidad del mundo, surge una invitación a repensar nuestra relación con la naturaleza. A través de “El herbario de Chernóbil: Fragmentos de una conciencia explotada”, los autores conectan los ecos de la catástrofe nuclear con el arte, la filosofía y la ecología. Una valoración de las plantas como testigos silenciosos del trauma ambiental. A miles de kilómetros, la vegetación serrana guarda memorias del territorio.
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En abril de 1986, la explosión del reactor cuatro de la central nuclear de Chernóbil marcó un antes y un después en la historia ambiental contemporánea. La nube radioactiva viajó por Europa, el perímetro alrededor de la planta fue evacuado y miles de familias abandonaron sus hogares para siempre. La zona de exclusión (más de 2.600 kilómetros cuadrados) se convirtió en un territorio detenido en el tiempo, símbolo del riesgo tecnológico y del poder destructivo del ser humano sobre su propio hábitat.
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Accedé a las últimas noticias desde tu emailPero mientras los seres humanos se alejaban, la naturaleza comenzó a ocupar lentamente los espacios desiertos. Casas cubiertas por enredaderas, caminos donde brotaron árboles jóvenes, suelos agrietados atravesados por raíces insistentes. Las plantas volvieron, no de manera triunfal, sino silenciosa, casi tímida. Esa colonización vegetal no significó que la vida “se recuperó” por completo, sino que en un paisaje herido, la vida busca persistir y adaptarse.
Ese fenómeno de resistencia discreta inspiró “El herbario de Chernóbil: Fragmentos de una conciencia explotada”, una obra publicada en 2016 por el filósofo Michael Marder y la artista Anaïs Tondeur. No es un libro sobre botánica estricta, ni sobre historia nuclear, ni sobre arte en sentido convencional. Es, más bien, un puente. Un intento de pensar lo que sucede cuando el cuerpo vegetal, que es el primero que toca el suelo, el que crece sin poder elegir, queda expuesto a una herida ecológica sin precedentes. El resultado es un diálogo entre ciencia, filosofía y sensibilidad estética que abre una pregunta inevitable: “¿qué memoria guarda una planta?”.
