El recuerdo de los primeros cines de Tandil
La entrada a las funciones costaba cinco centavos e incluía un cucurucho con maníes.

Alboreaba el último siglo cuando Tandil vio por primera vez las "cintas de biógrafo" del cine mudo. Hasta entonces, las imágenes que se conocían eran las que quedaban impresas en placas metálicas convenientemente preparadas -llamadas daguerrotipos- las que eran obtenidas con las cámaras oscuras manejadas por los italianos Pedro Momini primero y Carlos Pierrone después, a fines de la segunda mitad del ochocientos. O con el sistema heliográfico primitivo de fijación con ácido nítrico en placas de vidrio o de peltré recubiertas con betún de Judea. Antes de que los adelantos químicos y ópticos llegaran a la época del celuloide o del acetato de celulosa.
Recibí las noticias en tu email
Accedé a las últimas noticias desde tu emailMás tarde, a poco de haber sorprendido al mundo las "vistas" crono fotográficas originadas en Francia, llegaron las primeras de ellas a Tandil, impregnando las retinas de nuestra gente de principios del siglo pasado con la ilusión del movimiento por la sucesión rápida de una serie de fotografías, de objetos y personas moviéndose. Y fue el vecino Nemesio Eguinoa, español recién llegado e integrante de la Comisión Directiva de la Sociedad Española de S.M., quien en el invierno de 1901, luego de ver la novedad en un cafetín de Buenos Aires, trajo el primero de esos aparatos con la intención de proyectar las imágenes en movimiento en el Teatro Cervantes de la mencionada entidad.
Con la colaboración de Gabriel y Rafael Valor, escenógrafos de la sala teatral, fue puesta en marcha la máquina. Después, tomada la novedad como negocio, surgieron dos empresarios que instalaron su propio biógrafo en bares y confiterías de la época. El primero de ellos, allá por el año cuatro, fue Pedro Mangiarotti -precursor también de los autos de alquiler- en su bar "Americano", instalado en Rodríguez al 500, al lado del cine Cervantes, donde estuvo después la confitería Rex.